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Agroecología

Que treinta años no es nada: Pro Huerta y una política por la seguridad alimentaria

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|Argentina|

Este 2020 el Programa Pro Huerta está cumpliendo treinta años. Surgió en 1990 como política conjunta del Ministerio de Desarrollo Social y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) para combatir el déficit alimentario de una gran porción de la sociedad en un contexto de altos índices de pobreza y desempleo (post hiperinflación). Durante tres décadas realizó un trabajo permanente por la seguridad alimentaria de muchas familias argentinas, con sus picos de demanda en los años de crisis.

“Por aquel entonces el Ministerio de Desarrollo puso el dinero y el INTA toda su estructura, profesionales para el proyecto. Pero no tenía un enfoque asistencialista. Nació bajo el concepto de ‘no dar el pescado, sino enseñar a pescar’”, dice a Revista InterNos Guillermo Aguirre, Jefe de la Agencia de Extensión Rural de INTA Córdoba, quien participa en el programa desde que el mismo llegara a la provincia, en 1993.

Los ejes fundamentales de Pro Huerta fueron, y son al día de hoy, la alimentación saludable y el autoabastecimiento de alimentos frescos. “Para aquella gente que quedó desocupada en la década del noventa representó una fuente importante para abastecer a su familia. Y también significaba dignidad”, expresa Aguirre que, a través de su biografía personal, permite leer el impacto que el programa tuvo en la sociedad argentina con el correr de los años.

Para crecer, Pro Huerta construyó una red de profesionales dedicados a capacitar sobre el armado de huertas -hogareñas, comunitarias, escolares- pero también en otras actividades productivas, como la de animales de granja o sus productos derivados. Estas tareas fueron sostenidas además por un extenso grupo de promotores, quienes hicieron posible que el programa llegara a los lugares más recónditos del país. A través de un trabajo ad honorem, los promotores -ya sean personas o instituciones- fueron los responsables de distribuir insumos estratégicos como semillas, frutales o pollitos de granja (por ejemplo), además de realizar un seguimiento y apoyo técnico para la concreción de los proyectos.

Sin embargo, Pro Huerta dio cuenta de su éxito en la medida en que dichas comunidades, con el paso del tiempo, fueron prescindiendo de la capacitación y avanzaron hacia la autogestión de sus producciones. Esto no quiere decir que se desligaran del programa, claro está. Por el contrario, habilitaron la circulación del conocimiento: aquellos que fueron capacitados en primera instancia luego asesoraron a terceros, extendiendo el alcance de la política cada vez más. Allí radica parte de su espíritu.

“El nudo del proyecto es capacitar tanto a los individuos que quieren hacer una huerta como a grupos y organizaciones que quieren producir para su venta en ferias o con emprendimientos de la economía social. Hay un horizonte infinito, tanto como necesidades que siguen surgiendo intensamente cada año”, expresaba un documento elaborado por INTA para celebrar los 25 años del programa. Un lustro después, son 4 millones de personas las beneficiarias y unos 9200 promotores los involucrados en todo el país, de los cuales un 67% son mujeres. De las 637.847 huertas producidas a nivel nacional, unas 617.975 son familiares; 1.826 comunitarias, 5.046 institucionales y 13.000 escolares.

Con el correr del tiempo el programa se complejizó. O, mejor dicho, se complejizaron sus demandas. A los proyectos estrictamente productivos se sumó la necesidad de abordar mejoras integrales en la calidad de vida de esas comunidades urbanas o periurbanas en situación de vulnerabilidad, hecho potenciado por la sanción en 2014 de la Ley Nacional de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar (Ley N° 27.118). Esta etapa implicó un trabajo sobre otros ejes transversales como el acceso al uso integral del agua, la compra de equipamientos, el uso y la distribución de la tierra e incluso las estrategias para la preservación del ambiente.

“En los últimos años, el programa evolucionó y ganaron espacio otros proyectos, como aquellos que facilitan el acceso al agua, la aplicación de energías renovables, el agregado de valor a los productos. Por poner un ejemplo: se capacita en cómo se deshidrata una fruta, una hortaliza, una aromática para su posterior comercialización. Creció también la organización de ferias para la venta en circuitos cortos”, contextualiza Aguirre.

En este sentido, el agrónomo explica que algunas familias han utilizado parte de sus excedentes productivos para comercializarlos en ferias y diversificar sus ingresos. De esta manera, estos espacios se constituyen no solo como un lugar de transacción, sino también de contacto directo entre la comunidad. “A las ferias no se va sólo van a vender. Se establece una relación directa con técnicos, compradores, instituciones. Se hacen amigos. La gente confía en los productores y luego visitan sus granjas. Los productores se sienten dignos porque reciben el reconocimiento”, agrega Aguirre.

Pro Huerta logró lo que muchas políticas productivas en este país no lograron: sostenerse con el correr de los años. Su carácter social hizo que permaneciera impasible al paso de los gobiernos; algunos incluso lo favorecieron con el presupuesto. A pesar de estar originalmente destinado a las familias vulnerables, la clase media interesada en la autoproducción de los alimentos no se quedó afuera: actualmente no existen restricciones para acceder a los insumos y capacitaciones del programa. “Cada vez hay más cantidad de personas interesadas, los contenidos de Pro Huerta en el canal de YouTube tienen una demanda enorme”, ilustra Aguirre en este sentido.

"Los productores se sienten dignos porque reciben el reconocimiento", Guillermo Aguirre

Cabe mencionar que este programa levanta la bandera de la producción y comercialización agroecológica, uno de los motivos que explica el creciente interés de la sociedad por estos aprendizajes. Tener la huerta propia ya no representa pobreza o necesidad, como lo era tres décadas atrás. Hoy es sinónimo de interés por la alimentación saludable y una arraigada conciencia ambiental.

No obstante, también es cierto que los contextos de crisis han representado los picos de demanda para este programa. “Particularmente me marcó la época de De la Rua. La gente hacía fila, teníamos que dar números para la entrega de semillas. Este año, por la pandemia, también ha sido mucha la demanda, principalmente en redes sociales”, dice el agrónomo.

Comunidad. Quizás los lazos tejidos a lo largo de treinta años, a veces reconocidos políticamente, otras veces invisibles, hayan sido el aporte más importante de Pro Huerta y los cientos, miles de personas que lo hicieron posible. En años donde la expansión de un capitalismo voraz, individualista e hiperproductivo marcó las reglas, esta política de Estado logró imponer, hacia adentro, una lógica disruptiva. Y eso también se celebra.

“El Pro Huerta fortalece la experiencia de colectiva. Las personas te hacen entrar a su casa, te muestran lo que tienen y lo que les falta, te enseñan su trabajo. Se establece un vínculo muy humano, muchas veces transformador para los ingenieros agrónomos que participan. Compartir conocimientos a ese nivel es una experiencia invaluable”, cierra Aguirre.

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