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Agroecología

Las Rositas: Agroecología y dignidad

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Fotos: Ana Laura Campetella (InterNos)

|Córdoba|

- Fuimos las mujeres las que construimos este camino hermoso y muy reconocido. Demostramos que podemos hacer cosas que siempre hicieron los hombres.

La que habla es Nilda, una de Las Rositas, el grupo de mujeres que vende verduras agroecológicas producidas en un campo de dos hectáreas, ubicado en Villa Retiro, en el periurbano cordobés.

Sobre la mesa está apoyado el grabador que registra, además de la conversación, el ruido de los aviones que pasan, los pájaros, los perros que cada tanto se ladran entre ellos o pelean a las gallinas. Es una mañana tranquila. Por ahora, no hay mucho que cosechar. El tiempo se va en lavar mercadería, preparar los pedidos y revisar el estado de las plantas.

La marca Las Rositas nació en 2014. El nombre llegó como esos apodos que, durante la adolescencia, se reparten entre los grupos de amigos. Ese año, Rosa comenzó a vender su verdura en la Feria Agroecológica de la UNC, acompañada por sus hijas, Nilda y Mirta, quienes la ayudaban en la logística. Rápidamente los clientes comenzaron a identificarlas como parte de un mismo equipo.

El ají es un insumo clave para la producción casera de agroinsumos, con los que combaten insectos.

Pero la historia comenzó mucho más atrás, por supuesto, con Rosa de protagonista. Santafesina, hija de padres bolivianos, Rosa trabajó junto a su familia en Monte Vera en la producción de hortalizas hasta que conoció a quien sería su marido. Casados y con su primer hijo en brazos se mudaron a Tarija, en Bolivia, para instalarse como productores de papa, trigo y cebada.

Allí la familia se agrandó. Llegaron nuevos hijos -entre ellos, Nilda y Mirta- pero Rosa, acostumbrada a las buenas condiciones del suelo santafesino para cultivar, no encontró en Bolivia la prosperidad que buscaba. Decidieron pegar la vuelta.

A su regreso trabajaron en quintas de producción convencional, siempre como peones o medieros. Allí hicieron tomate, pimiento, berenjena. Luego, se mudaron a Córdoba y durante algunos años siguieron en la misma modalidad, hasta que a mediados de 2005 Rosa -que había enviudado años atrás- decidió que ya no quería ser empleada. Recorrió el periurbano local y alquiló en Villa Retiro un pequeño lote de dos hectáreas para la producción de verduras, que tiempo atrás había sido escenario de carreras de caballo.

- ¡En los primeros años, cuando dábamos vuelta la tierra, sacábamos las herraduras del suelo!- cuenta Mirta.

Todas las mañanas Rosa camina el campo y revisa los cultivos

En Córdoba, la cosa empezaba a mejorar. Pero después de tres años de buenos rendimientos, una combinación de granizo y sequías perjudicó seriamente la economía familiar. Afrontaron una última mudanza: en 2011 probaron suerte en un campo de Río Segundo, nuevamente como medieros. Otro traspié. La verdura “no valía nada” y los insumos, cada vez más caros, apenas permitían subsistir.

Las mudanzas de pueblo en pueblo y la hostilidad de la vida en el campo hicieron que Nilda y Mirta replantearan su futuro. Comenzaron a buscar otros trabajos, ajenos a la quinta: Mirta estuvo en un peladero de pollos junto a su marido y Nilda fue repositora de supermercado algunos meses.

- Yo no quería saber nada con el campo. Me sentía cansada. Habíamos ayudado mucho a mi mamá desde que mi papá falleció. Mucha responsabilidad había caído sobre mí. Justo para ese tiempo me había juntado y había tenido mi bebé. No quería eso para mi hija- dice Mirta.

Mirta, una de Las Rositas, dice que la reconforta el intercambio con los clientes que valoran sus verduras

A Rosa, en cambio, fue imposible hacerla cambiar de idea. Volvió a Villa Retiro y siguió en el campo, su lugar en el mundo, donde está lo que más sabe y ama hacer.

Tiempo después Mirta y Nilda se reincorporaron y allí el equipo quedó conformado definitivamente. Durante un tiempo más hicieron producción convencional, aunque a los obstáculos económicos por el valor de los agroquímicos, se sumaron los problemas de salud por intoxicaciones.

- Antes era todo natural. No había modernidad. Pero cuando volví de Bolivia, los gringos me decían: “¿Qué vas a hacer, Rosa? Ahora somos modernos, ya no vamos a usar bosta de vaca ni bosta de gallina”. Los primeros tres, cuatro años dio linda la verdura con esos químicos. Pero después, ya no. No daba nada, se llenaba de bichos. Siempre teníamos que agregarle más y más remedio. Ella (por Mirta) agarraba la mochila y me ayudaba, porque a mi me dolía la cabeza, los huesos. No sabía qué era. Las personas que usaban ese veneno se enfermaban. Les dolía la cabeza, la panza- cuenta Rosa.

Las Rositas -que por entonces no tenían ese nombre- estaban inmersas en una lógica que les resultaba ajena: en sus dos hectáreas debían producir, rápido y de calidad, un volumen de mercadería que les permitiera ingresar al mercado mayorista, donde la competencia por oferta y demanda podía dejarlas fuera del juego de un día para el otro. Para eso los agroquímicos eran necesarios, pero resultaban económicamente inviables en su pequeña estructura comercial. A su vez, empezaban a mostrar consecuencias en la salud de la familia.

- Te inculcan ese modelo. Si vos no tenés una red para vender, el mercado es la única opción. Pero para llegar a un mercado tan grande necesitas ser rápido. Y eso te obliga a ser perfecto: verdura grande, ninguna hoja picada, pocos productos y en mucha cantidad- describe Nilda.

"Los primeros tres años dio linda la verdura con esos químicos. Pero después, ya no. No daba nada, se llenaba de bichos. Siempre teníamos que agregarle más y más remedio"

En 2012 eso empezó a cambiar. Una compradora llegó a la quinta a buscar verdura y, cuando consultó por un poco de lechuga, Rosa tuvo que ser sincera: los insectos se la habían comido toda porque no había plata para los agroquímicos. La mujer comentó que existía algo que se llamaba agroecología y que en la Universidad se hacían ferias para vender la mercadería. Las puso en contacto con un ingeniero de INTA que les preguntó si se animaban a probar con esta técnica. “Ah, ¡volver a mis antepasados!”, dice Mirta que dijo su mamá. Como se hacía antes: abono, respetar los ciclos de las verduras, darles su tiempo de madurar.

Desde INTA llegaron semillas y también recomendaciones para elaborar bioinsumos caseros. El compost como abono, el ajo y el pimiento para repeler insectos y la ortiga para recuperar el vigor de las plantas, se convirtieron en aliados fundamentales del trabajo diario.

Las Rositas arrancaron con un lote pequeño de lechugas, que dio muy bien. Y empezaron a probar otros artículos. Hoy los cultivos están intercalados en pocos metros. No solo hay diversidad en el campo, sino también dentro de cada parcela, para favorecer el control biológico y confundir a los insectos, evitando que estos reposen en un único cultivo y lo dañen en su totalidad.

"Fuimos las mujeres las que construimos este camino hermoso y muy reconocido"

- Ahora hacemos una diversidad de variedades que no hacíamos antes. Cuando éramos empleados, era lechuga y acelga en cantidad. Ahora tenemos zanahorias, repollo, brócoli, ajo, kale, verdeo, coliflor, nabo, arveja, habas, cilantro, berenjena, puerro.

La diversidad de plantas dentro del predio permite la llegada de insectos benéficos, como las abejas, que favorecen la polinización

La comida como una forma de vincularse

La agroecología apareció en la vida de Las Rositas no solo como alternativa productiva, sino como resignificación de lo que puede ser la vida rural, sobre todo para las nuevas generaciones. Por otro lado, para Rosa fue un reencuentro en su relación con la tierra: originaria, elemental. Un saber construido con el paso del tiempo que la tecnología y la ambición de hiperproductividad habían puesto en cuestión.

- Mucha gente tiene miedo a perder. Pero perder, perdemos siempre. Más los que estamos en el campo. A veces ganas, a veces ni siquiera recuperas la mitad. Pero nosotros vivimos de esto y no nos estamos haciendo mal. Ni a nosotros ni a nadie. Sabemos que estamos viviendo en un espacio hermoso, que nuestros vecinos pueden estar tranquilos porque no echamos pesticidas- dice Nilda.

Nilda, con unas zanahorias recién cosechadas en mano, nos cuenta cómo se trabaja en la comercialización de las verduras

Como sucede en muchas quintas de producción familiar, algunos hijos, primos y sobrinos dan una mano en las cosechas o en la preparación de la mercadería, que luego se vende en las ferias de la Universidad Nacional de Córdoba y Barrio Alberdi (capital) y las localidades de Río Ceballos y Villa Allende. Por supuesto, se reparten los días de venta, pero los clientes fijos siempre reconocen cuál es la verdura de Las Rositas.

En 2020, durante la pandemia y ante el cierre momentáneo de esos espacios de comercialización, crecieron los repartos de bolsones de verdura. Las productoras se organizaron junto a otros compañeros de feria y prepararon mercadería para llevar a domicilio, en un contexto donde además creció el interés de los consumidores por una alimentación sana a causa de la pandemia por el COVID-19.

"Estamos muy agradecidas a la gente que confía en nosotras"

Este año abandonaron la modalidad porque la logística resultaba engorrosa para un equipo de trabajo tan pequeño, ya que implica cosechar, lavar, tomar pedidos, embolsar la verdura y repartirla.

- Además necesitas variedad, y a veces se complica completar un bolsón. Se necesita papa, calabacín, cebolla. También verdura de hoja. Si no tenés todo, lo mejor es no defraudar al cliente- dice Mirta.

Una pequeña parcela de los cultivos de hoja está bajo media sombra. La inversión se realizó gracias a un proyecto de financiación de INTA para la agricultura familiar.

Pero la dinámica de reparto casa por casa les permitió afianzar los vínculos con su clientela. De eso también se trata la agroecología: abrir canales de comercialización donde la confianza es la base central de esa relación, en la cual los consumidores valoran el esfuerzo y los costos de quienes producen la comida que llega a su mesa.

Su cuenta de Instagram es @las_rositaas

-Estamos muy agradecidas a la gente que confía en nosotras. A veces nos dicen: “¡comí unas torrejas con un sabor!”. O nos cuentan que las verduras les recordaron a cuando eran chicas y les cocinaban sus abuelas. Eso te llena- cuenta Mirta.

La deuda de la tierra propia

Respecto a la tenencia de la tierra, Las Rositas tienen el mismo problema que muchos otros pequeños productores hortícolas del país: pensar en comprar un terreno resulta imposible. Pero a Rosa, Nilda y Mirta eso no las desespera. Su objetivo es seguir diversificando y, si no surgen mayores inconvenientes con el dueño del predio, crecer en la producción agroecológica.

- Ahora vamos a probar con la frutilla, ya la tenemos trasplantada. Yo soy la que prueba, la que va buscando cosas nuevas para hacer. Para mí una planta es conocerla, sentirla, ver qué necesita. Es como una persona- dice Nilda.

Para Nilda, hacer agroecología fue reencontrarse con la vida en el campo

De cualquier manera, reconocen que no ser titulares de la tierra limita la planificación a largo plazo.

- Si esto fuera nuestro, acá habría de todo. Podríamos construir estructuras para almacenar, por ejemplo, el zapallo, que a veces se termina pudriendo por la humedad. Si no lo vendes rápido, lo perdés. Siempre estuvimos en la duda de tener un gallinero, por ejemplo. Este año nos decidimos a tenerlo, pero móvil. Y si nos tenemos que ir a otro lugar, lo trasladamos- explica Mirta.

Al lado del camino

En tiempos egoístas y mezquinos, en tiempos donde siempre estamos solos, habrá que declararse incompetente en todas las materias del mercado, canta Fito Páez en uno de sus clásicos.

Para Las Rositas la agroecología es un signo de emancipación, de comunidad. Porque frente a un modelo caduco -y en parte excluyente- para las pequeñas familias agricultoras, esta forma de producir y comercializar les permitió construir redes, sentirse queridas, tener visibilidad y un rol importante en la vida de otros.

Rosa, hacedora de un camino que hoy continúa junto a sus hijas

“Nosotras hoy en día tenemos nuestra gente que nos compra, nos valora”, dice Mirta.

“Es nuestro trabajo. No renegamos, lo disfrutamos. Eso ya es un premio”, dice Nilda.

“Para hacer negocios grandes no hay. Pero sí para vivir dignamente”, dice Rosa.

Vivir dignamente. Con todo lo que eso implica.

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