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Hacemos una pausa

La Providencia: Turismo rural al borde del Atlántico

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La camioneta, con la inscripción de La Providencia sobre sus laterales, pasa a buscarme por la terminal de colectivos de Puerto Madryn. Hace calor. Mucho calor. Es un día perfecto para los miles de turistas que visitan la Península Valdés en enero de cada año. El sol pica sobre los hombros y por viento corre apenas una brisa de aire caliente que me hace transpirar. En unas horas, la gente bajará a la playa con sus sombrillas y conservadoras a cuestas: todo promete una larga jornada entre el mar y la arena. Pero no es mi caso. Vine hasta acá para conocer una de las propuestas turísticas más originales de la zona, a unos 30 kilómetros del centro, que incluye una plantación de olivos sobre las costas del Golfo Nuevo.

Emilio Manera conduce sobre un camino de tierra que conoce como la palma de su mano. Señala a izquierda y derecha, explica la flora y la fauna del lugar. Allí donde muchos verían la nada misma, apenas algo más que arbustos, matas y alambrado, pura estepa, Emilio identifica un ecosistema vivo, complejo y cambiante. Es parte de su hogar. Media hora después estamos a la altura del Kilómetro 18, sobre la Ruta Provincial N°5, adentrándonos en la estancia La Providencia. Sobre un terreno levemente inclinado hacia abajo, nos reciben tres hectáreas de olivos en pleno crecimiento, mientras algunos corderos corren en los alrededores del predio y escapan apenas escuchan el ruido del motor, que se impone sobre el silencio sepulcral del mediodía.

La estancia es administrada por los Manera, una familia argentina con ascendencia genovesa/piamontesa cuyos bisabuelos llegaron al país desde la región de la Liguria y del Piamonte, y trajeron consigo una tradición de pastas. El abuelo paterno de Emilio, primera generación de argentinos nacidos en Buenos Aires, se instaló en Bahía Blanca junto a su padre, esposa, hermanas e hijos, donde desarrollaron la marca Manera. Entre la década del 60 y 70, una pelea separó los caminos y una parte de la familia continuó con la producción de pastas, pero bajo una firma nueva: Nutregal. Allí trabajaron los abuelos, el padre y el tío de Emilio, Eugenio y Segundo, hasta que a principios del 2000 la empresa fue vendida, arrinconada frente a la concentración del mercado y las dificultades para competir. 

"La Providencia es una estancia que recibe a turistas de todo el país -y también del exterior- que buscan vivir una experiencia vinculada al turismo rural"

“Pero siempre mantuvimos el espíritu emprendedor. En esa época nos preguntamos: ¿qué hacemos ahora? Mi primo Eugenio (hijo de Segundo), que fue el mentor y el alma mater de La Providencia, miró este lugar con ojos de proyección e invertimos en la tierra. Luego, empezamos con la producción ovina. Y años después imaginamos la posibilidad de plantar olivos, porque las condiciones se daban, sobre todo cerca del mar. Así fue como la familia se encontró acá, empezando de nuevo, pero en una actividad totalmente diferente”, me cuenta Emilio bajo el techo de una galería donde, ahora sí, el viento sopla con más fuerza.

Actualmente, él es quien vive el día a día de La Providencia, una estancia que recibe a turistas de todo el país -y también del exterior- que buscan vivir una experiencia vinculada al turismo rural. Es un lugar de descanso que ofrece la posibilidad de recorrer la geografía de la zona en bicicleta o pasar jornadas en una playa de acceso exclusivo, donde no acceden otros viajeros. Pero además, quienes lo deseen pueden sumarse a las cosechas de los olivos o al trabajo con la huerta.

Junto a sus hermanos y sus primos Emilio ha puesto en condiciones una casa cuya infraestructura data de principios de 1900. Mantuvieron viva el alma de sus fundadores y respetaron la distribución del espacio y su mobiliario. Este último, no obstante, fue restaurado por los Manera para la comodidad de los visitantes. Las habitaciones y los espacios comunes ofrecen las facilidades de cualquier hotel céntrico en una zona turística, como televisión, calefacción o conexión a internet.

Pero, ¿cuál es el espíritu que Emilio y su familia buscaron conservar?

A principios del siglo XX, Felisa (italiana) y Manuel (vasco) llegaron a Chubut desde Entre Ríos con el objetivo de buscar al hermano de Manuel, que trabajaba en la esquila en la ciudad de Rawson (capital provincial) a unos 80 kilómetros de Puerto Madryn. Desde hacía un tiempo ambos inmigrantes recorrían el país en busca de un mejor pasar. A Felisa le había gustado la zona costera, según reconstruye Emilio, porque estaba cerca del mar y le recordaba a Italia, su tierra natal. Le daba sensación de cercanía, la posibilidad latente -aunque no del todo real- de volver en algún momento al viejo continente.

Felisa insistía: debían quedarse en Chubut, sobre la costa. Manuel la tranquilizaba. “Felisa, tranquila. Dios proveerá”, recitaba durante esos largos días de incertidumbre. Finalmente decidieron instalarse en Madryn y, luego de años de mucha paciencia, las tierras les fueron adjudicadas. El nombre de la estancia no podía ser otro que La Providencia.

Cuando termina de contarme la anécdota, Emilio señala una marca sobre la mesa, también restaurada, pero sobre la que se aprecia el paso del tiempo. “Ese hundimiento que vez ahí empezó en 1905, cuando Felisa amasaba la pasta para toda la familia. Me gusta contarle estos detalles a los turistas, porque se emocionan conmigo. Es un discurso genuino, no lo hago como una rutina, realmente es importante para mi”.

“Acá tenían vacas, tenían trigo, se producían lácteos...y a mi me pone la piel de gallina, porque el agua era de lluvia o la traían desde el centro de Madryn, en carreta, como podían. En algunas oportunidades proveían a la Armada, que anclaba en estas costas, para recibir sus productos. Estamos hablando de principios del siglo XX, en Patagonia”, contextualiza Emilio.

Estas anécdotas impregnan todo el recorrido que hacemos por la casa. Y cada uno de los elementos, que parecen sacados de otro tiempo, tienen su propia historia: una mantequera casera, creada con un frasco de conserva, un molinillo de picadora de carne y unas paletas adicionales; la figura de una virgen, bendecida por el reconocido obispo Juan Muzio, que recibe a los visitantes en el living central. “A mi estas cosas me emocionan mucho, por eso las conservo en su estado original. Siento la presencia de Felisa y Manuel acá, en estas cosas”, dice Emilio.

 

 

Olivos del Golfo

Tranqueras adentro, unas 837 plantas de olivo ocupan tres hectáreas de producción. La plantación tiene cuatro años de vida y se conforma por seis variedades: Frantoio, Barnea, Manzanilla, Coratina, Arbequina y Picual. Al ser muy joven, los rendimientos de las plantas son bajos (cada planta alcanza su madurez productiva a los diez años, aproximadamente). Pero las primeras cosechas ya dieron algunas satisfacciones: quienes visiten la estancia podrán cocinar o condimentar sus platos con Olivos del Golfo, un aceite de elaboración propia que, por ahora, se utiliza para el autoabastecimiento o consumo familiar.

Hasta la temporada pasada la familia Manera entregaba la fruta cosechada a la planta de procesamiento de Jorge Ranea, ubicada en el Parque Ecológico El Doradillo, quien devolvía el producto terminado. Eso cambió a partir de este año, cuando adquirieron equipamiento para procesar sus propios olivos para obtener aceite. Dicha maquinaria les permitirá, además, ser receptores de la fruta de otros productores de la zona que no pueden moler o prensar la fruta.

En la zona, la disponibilidad de agua dulce es una limitante para la producción de olivos. Por eso instalarán una planta de ósmosis inversa con la que procesarán el agua de pozo, actualmente muy salobre, para reducir de 7000 a 100 sus niveles de conductividad, volviéndola más tolerable para las plantaciones. Para complementar, realizan la captación de agua de lluvia a través de canaletas que se almacena en pozo.

“Otra cosa que hacemos, a diferencia de otros lugares, es no aplicar ningún producto químico. Echamos bioinsumos mediante fertirriego, con un sistema eléctrico 100% abastecido por energía solar. Estos son suelos muy pobres: en nitrógeno, en potasio, en magnesio”, señala Emilio. Y agrega: “Las plagas que tenemos vinieron con el árbol, por ejemplo la famosa cochinilla. Y después tenés las plagas locales, nocturnas, que son las liebres. Les encanta el olivo y como los árboles son bajitos, todavía llegan a comerlas. Por eso les pusimos esas ‘polainas’ que los protegen”.

En lo que respecta a la poda, como las plantas están en un estadio de formación y no de producción, se realiza solo una vez al año, en primavera. Es una poda en la que se busca facilitar el ingreso de luz al centro del árbol, y se le da una forma “apalanganada” para facilitar las posteriores cosechas. Esto también previene que el árbol crezca para arriba y se quiebre fácilmente, sobre todo con los vientos intensos de la región patagónica. “El viento es el enemigo número uno de la floración, pero al mismo tiempo que esté tan aireado ayuda a que no haya tanta plaga”.

"Echamos bioinsumos mediante fertirriego, con un sistema eléctrico 100% abastecido por energía solar"

Una oportunidad en la naturaleza

Emilio es profesor de idiomas y da clases en la universidad; pero este momento de la vida lo encuentra con nuevos (¡y diversificados!) desafíos. Tratar con la gente, contar historias y hacer que los demás se sientan a gusto es lo que más disfruta. El punto de contacto entre el turismo y la producción le permite estar en la naturaleza y, a su vez, gestionar un emprendimiento. Cuidar una historia familiar para reescribir la propia. 

“Es todo un aprendizaje para nosotros. Yo a nivel profesional soy súper detallista, y poniéndome del otro lado, como cliente, tengo la vara alta. A mi me importa cómo me traten y por eso quiero ofrecer la mejor experiencia”, me dice mientras la tarde comienza a caer en La Providencia.

“Me nutro un montón siendo profesor, me encanta estar en contacto con la gente, pero me faltaba esto. Es muy difícil la versatilidad de estar sentado dando clases y después venir a manejar un tractor. Pero me encanta. Son desafíos que me mantienen motivado”, concluye mientras volvemos al centro de Madryn. Camino a la terminal, el tiempo -que parecía frenado hasta hace un momento atrás- vuelve a correr con normalidad.

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