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Besa el suelo: la relación entre agricultura y cambio climático

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El cambio climático asusta: eventos extremos como las sequías o las inundaciones nos dejan desorientados y con poca capacidad de reacción. Imágenes de animales muertos en los campos y autos flotando en medio de ciudades aparecen cada vez más seguido por canales de televisión, medios digitales y ahora, más que nunca, redes sociales. La premisa es siempre la misma: el mundo está cambiando, estamos destruyendo el mundo que habitamos. 

Quizás el lector se haga la misma pregunta que quien escribe esta nota: ¿Qué culpa tengo yo? ¿Qué puedo hacer al respecto?

Parece poco, casi nada, pero el primer ejercicio es entender. Dimensionar cómo la vida moderna está llevando al límite el entorno que nos aloja y nos provee. En ese contexto, la agricultura -es decir, la manera en que producimos y por lo tanto consumimos alimentos- ocupa un rol clave por su relación directa con los recursos naturales y, entre ellos, uno de los más importantes: el suelo. 

Salvar el suelo es salvarnos a nosotros mismos. Esa es la premisa del documental Kiss the Ground (Besa el Suelo), una producción de Netflix estrenada en 2020 que explica cómo los sistemas agrícolas son determinantes para el futuro de la humanidad. Suena hippie. Suena trillado, y quizás lo sea. Pero eso no le quita peso a una discusión urgente, que ya no pertenece a las generaciones del futuro sino que exige un abordaje serio aquí y ahora. 

Luego de la Segunda Guerra Mundial, el desafío de “alimentar al mundo” impuso un modelo de producción agrícola-industrial que, si bien mostró buenos resultados en los primeros años (medido en toneladas cosechadas) hoy expone fallas en el funcionamiento integral de los ecosistemas.

En casi dos horas de reportajes a granjeros, activistas, agrónomos y funcionarios, Besa el suelo se muestra crítico del paquete tecnológico que utiliza la técnica del arado e incorpora productos de síntesis química (pesticidas, herbicidas, fertilizantes) para aumentar rendimientos. El principal argumento es que esta forma de producir alimentos, intensificada a grandes escalas en el mundo durante las últimas cinco décadas, impide la retención de carbono en el suelo, con un impacto directo en el cambio climático. Se insiste: no alcanza con dejar de emitir gases de efecto invernadero, necesitamos retener carbono.

Los monocultivos y la desertificación de la tierra; el barbecho químico, la erosión y las dificultades para almacenar agua y micronutrientes en el suelo. Causa y efecto. Sin embargo, el problema estructural a mediano y largo plazo es otro: estamos modificando el macroclima de las regiones. Las consecuencias las vemos hoy con eventos extremos (inundaciones, sequías, olas de frío o calor) que a su vez generan desplazamientos de poblaciones enteras, conflictos sociales, marginalidad y pobreza.

Nuestro modo de alimentación está socavando la ecología de la que dependemos”, señala otra cita. Según Naciones Unidas, la capa superior del suelo podría desaparecer en los próximos 60 años si no se hacen cambios drásticos en la forma de abordar la agricultura. De allí la necesidad de promover el “suelo vivo todo el año” (¿les suena de alguna importante entidad del moderno agro argentino?) para capturar y retener carbono, entre otros beneficios. 

Y como la siembra directa no alcanza, aparecen así experiencias de cultivos multiespecie. Las imágenes muestran a un granjero norteamericano en su campo sembrado con 19 especies distintas en el mismo lote. En paralelo explica cómo, sin depender de las subvenciones del Estado, logra un negocio rentable por fuera de las cultivos commodities.

Hacia el final aparece el concepto de Agricultura Regenerativa, quizás la gran esperanza que propone el documental. “El principal elemento de la agricultura es el suelo, no un tractor o una cosechadora”, narra la voz en off mientras se desarrollan los cuatro ejes principales de esta manera de trabajar la tierra: menor mecanización de los procesos, incorporación de cultivos “de servicios”, la vuelta de animales para el pastoreo -dejando atrás los feet lots- y la utilización del “abono verde” con procesos masivos de compostaje.

El documental no muestra matices ni puntos medios. En un tono por momentos demasiado alarmista, el relato deja afuera otras variables que enriquecerían el debate sobre cómo producimos y nos alimentamos hoy. ¿Qué otras cosas deben cambiar, en nuestra vida moderna, para que la agricultura cambie? ¿Cómo motivan el mercado, las industrias e incluso el marketing esta forma de trabajar la tierra? ¿Pueden los Estados ofrecer políticas públicas que modifiquen el paradigma, cuando son ciertamente dependientes -tal es el caso de Argentina- de la exportación de alimentos por los dólares que generan?

Tampoco hay lugar para discutir en profundidad lo que permitieron los avances tecnológicos a la actividad agropecuaria. Hay, si se me permite, cierta demonización de procesos e innovaciones con notas nostálgicas de un pasado que, se da a entender, fue mejor. Un ejemplo: para el documental, las semillas transgénicas son sinónimo de aplicación de agroquímicos, aunque omite aclarar que la relación entre ambos no es exclusiva. Ignora, a su vez, la potencialidad de estos desarrollos para facilitar la producción de alimentos -y multiplicar sus capacidades nutricionales- en un contexto donde los recursos escasean.

En resumen, Besa el suelo resulta atractivo tanto para quien provenga del mundo del agro como para el espectador común. A ambos puede aportarles algo fundamental: recorrido histórico y perspectiva. Es necesario revisar las ideas que nos trajeron hasta acá.

Mirá el trailer acá:

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